viernes, 4 de marzo de 2016

Soy abuelo

La espera de este artículo ha valido la pena porque una idea tan veterana como los años que vamos cumpliendo es la del deseo de vernos perpetuados en la familia a la vez que cumplir el reto, como abuelo y maestro, de inculcar al nuevo ser nuestro conocimiento, pedagogía y cariño para hacer de él una buena persona, por encima de otros factores que por supuesto no vamos a dejar de tener en cuenta. Ver a tu hija embarazada y feliz en la espera no nos produjo ni mucho menos la alegría que tuvimos mi mujer y yo al ver aquel pequeño ser el día de su nacimiento sobre su madre, nuestra hija, a quien con una ligera abstracción aún conseguíamos ver en el moisés el día de su venida al mundo, aunque pasados ya 33 años, 5 meses, 13 días y 6 horas. La ilusión ahora ha sido distinta, porque dejamos atrás un recorrido que entonces no teníamos, porque la edad nos ha hecho más sensibles, porque somos conscientes de lo que supone su crianza y educación y porque seguimos pensando como padres de la madre si será capaz de atenderle todo lo bien que queremos desde nuestro punto de vista, sin acordarnos de cómo lo haríamos nosotros siendo jóvenes, inexpertos primerizos y en la soledad familiar de la distancia. Días después de la venida al mundo del nuevo retoño te vas fijando en sus gestos, en sus facciones; le vas sacando parecidos que día a día van cambiando. Te preocupas de si come bien, si pone peso, si crece, porque llora, de su respiración en su sueño profundo, de sus movimientos... Y cuando le tienes entre tus brazos te sientes protector de un ser tan indefenso. Te enternece su imagen, te da calor su cuerpecito, te duele su llanto, te ríes cuando echa un aire, te alegran sus deposiciones y te preocupa su estreñimiento. Cuando vas al pediatra quieres que te digan que engorda y crece, que sus percentiles sean los mejores, que haga alguna gracia a la concurrencia y que no llore fuera del pecho materno, refugio infalible de alimento y seguridad que le satisface y seda. Los pinchazos de las vacunas te duelen tanto como a él y le increpas al facultativo que le inyecta de ese modo. Te tranquiliza ver que después se calma en el seno materno y dormidito lo luces orgulloso en su cochecito ante las miradas curiosas y comentarios manidos de vecinos y conocidos. Mientras le paseas agarras el coche con fuerza para que el traquetreo cuando hollas el pavés no le despierte. Le cantas mientras le estrechas contra tu cuerpo sintiendo su calor y suavidad y cuando relajado apoya la cabeza sobre un hombro tuyo sientes con su respiración acompasada que tienes algo tuyo entre tus brazos a la vez que una sensación de bienestar te recorre el cuerpo hasta que tus lumbares te piden descanso. Cuando te sientas el bebé llora porque oprimes su cuerpo en la nueva postura. Entonces te sale una sonrisa y te levantas encantado mientras te da la sensación de que algo te pinza la columna. Es un sacrificio hecho con la satisfacción de tener a la criatura cerca. Luego le tumbas boca arriba sobre una cama, en medio del parque con elementos motivadores de colores, formas, sonidos y tacto que con el tiempo van pasando desde el desdén a la atención y de ahí a la participación, al descubrimiento y a la sonrisa. Así, las horas con él se convierten en minutos a la vez que el tiempo parece no transcurrir cuando la casa duerme su ausencia en un silencio que no te gusta y cuando vas de habitación en habitación viendo su ropita de repuesto, el cochecito vacío, la hamaca en un rincón y el parque sobre la cama sin niño que lo anime, una sensación de soledad llena la casa hasta que la conversación con la abuela nos devuelve los recuerdos de sus anécdotas. Mikel ha entrado en nuestras vidas para quedarse y su presencia se ha hecho tan imprescindible que nada tiene sentido si no está a nuestro lado.